ME LLAMO SESAYI

sábado, 21 de octubre de 2017

   Me llamo Sesayi y me estoy muriendo. Oigo vuestros lamentos, vuestros gritos me llegan desde la calle. Distingo a mi hermana que grita mi nombre para que vuelva. Oigo a mi prima que es como mi hermana porque nos criamos juntas, grita desesperadamente. Cada vez que se abre la puerta de la maternidad y alguien porta noticias mías los gritos se agudizan. Mamite se ha desmayado ante la noticia. Ella también espera un hijo, me acompañó hasta el hospital con la mula. Yo iba sangrando, creía que perdería a mi hijo. Dejé en casa los otros tres, pequeños, ya casi huérfanos, aunque ellos no lo saben, no lo comprenderán hasta más adelante. Subíamos las cuestas que llevan hasta el hospital con una lluvia fina que amenazaba con ser torrente. Yo sólo pensaba en el calor que sentía entre mis piernas, que era la sangre que resbalaba lentamente, dulcemente. No me quedan fuerzas. Quisiera deciros que estoy bien, aquí en brazos de mi marido que me sujeta incorporada para que entre algo de aire en mis pulmones. Hacía tiempo que mi marido no me tomaba así, con esta ternura. Él sabe que me estoy muriendo, lo ve en la cara de los médicos, sus conversaciones inaccesibles no pueden esconder sus gestos severos. Ellos sufren porque no saben que hacer, conocen el final y ven a la muerte rondar mi lecho. Han quemado los últimos cartuchos, sabían que no serviría para nada pero deja más tranquilas sus conciencias.

   Cuando distinguimos la puerta del hospital pensé: “Estoy a salvo”, me agarré de nuevo a la vida y a mi hijo que estaba por nacer. Entré y me vieron pronto, no esperé como otros en la sala. Una médico joven me vio y me hizo una ecografía. ¿Cómo es posible ver dentro de mí, cómo lo hacen los médicos? Pude ver claramente a mi hijo moverse, aunque ya lo notaba, aquellas sombras me relajaron. “Misha” me dijo y yo me calmé. Había dejado de sangrar. Me pusieron un poco de sangre y medicación para mi hijo. Todo bien. Misha. Waan hunduu gaarida. No he vuelto a sangrar desde hace dos días. Esta mañana he sentido un poco de fatiga. Allí estaba mi madre, me dijo que era del miedo que traía, que ya todo iría bien. Ahora la veo aquí sentada. La han dejado entrar sólo a ella. Los demás siguen gritando en la calle. No puedo salir a decirles que estén tranquilos, que duermo en brazos de mi amado y siento como mi hijo duerme conmigo. Veo a mi madre con la cabeza baja, aguantando el llanto, tocando mi frente fría, como mi marido que también me habla. Oigo sus voces pero no puedo contestarles. Quisiera decirles tantas cosas. No tengo fuerzas, se me escapa el poco aire que consigo sin poder decir una palabra. Necesito todo mi aliento para mantener esa visión borrosa, sentir los brazos de mi marido abrazarme para mantenerme recostada. Es placentero. Es dulce la muerte. Es dejarse ir por el río, llevado por la corriente, meciéndome en el agua que no está fría. También oigo a los doctores, no me interesa lo que dicen, no tienen ahora nada para mí. Estoy sola con mi madre, mi hijo y mi marido. Los demás afuera. En la calle llueve, no puedo oír la lluvia pero siento la humedad, el olor a tierra mojada. Pronto estaré envuelta por el manto de la tierra. Desde allí espero poder seguir oyendo el mundo, espero poder sentir correr a mis hijos sobre mi, oírles gritar como ahora oigo a mi familia. Sus risas mientras juegan, su llanto al caerse. Quizá algún día lleguen hasta mí con sus amores y se besen y pueda sentir el temblor de sus piernas.

   Mi madre ha salido, lo se porque noto a mi marido y oigo más fuertes los gritos. Ha salido a decir que ya he muerto. Ahora mi marido me deja sobre la cama. También él está llorando. Me ama y yo a él. Pese a todo. Pese a esta vida miserable que nos impide ser del todo felices. Pese a que el frio, el calor, el hambre, la sarna nos castigan sin haber cometido falta alguna. A mis veintitrés años he vivido lo suficiente para conocer la alegría, el goce, el amor sublime pero también la pobreza que es como una espina clavada en el corazón. No la notas siempre, pero está ahí mortificándote, impidiendo que sonrías.

   Ahora envuelven mi cuerpo con una sábana. Alguien de mi familia ha dejado un paño blanco con ribete de colores y flecos, para que me envuelvan. Están pasándolo por debajo de mí y noto como las manos de los enfermeros me mueven. Me colocarán sobre una camilla y me llevarán a casa en volandas, recorreremos el hospital con gritos de dolor. El resto en silencio, mirando respetuosos el cortejo fúnebre. Lo he visto otras veces. Mi familia y mis amigos seguirán mi cuerpo envuelto en la mortaja, todos llorando. Todos menos yo que ya no me quedan lágrimas. El cielo también llora, como casi todas las tardes, se ha puesto gris y deja caer su agua para ablandar la tierra. Así será más fácil darme cobijo en sus entrañas.

   Gambo 5 de septiembre 2017

   (Quedan 6 días para el Año Nuevo Etíope)