Si ahora no tienes tiempo, déjalo para otro rato. Esto es sólo para los momentos de entrevida.
JA ESTIC A VALÈNCIA
domingo, 14 de diciembre de 2014
Ja estic açi, ha segut un viatje curt, no vaig poder publicar el ultim titol de Cucumuxa desde Maputo perque no tenía internet. Aprofite per posar algunes fotos desde casa. Voreu que no tot ha estat treballar. la veritat ho he passat molt bè, tot és a dir que no sempre, però el conjunt és més que bo.
Pujaré les fotos demà si puc
CUCUMUXA
En Shangana, la lengua local, significa “empuja”. Es lo
que les dicen a las mujeres en el paritorio, si lo decimos los molungus (blancos) las enfermeras se
ríen. ¡¡Cucumuxa!! ¡¡Cucumuxa!! Y en aquel paritorio
inhumano la niña empuja hasta dejarse el alma.
No es humano parir así, no es justo,
no está bien, es indigno para el mundo que haya mujeres pariendo al son de ¡¡Cucumuxa!! Niñas las más, mujeres
jóvenes todas, que comparten el camastro si el paritorio está lleno. Aquí no
hay habitaciones individuales, la intimidad se quedó a la puerta del hospital,
no la dejaron entrar. En ese espacio común en grupos de seis en seis camas, sin
cortinas, sin reparos, se acuestan y se retuercen bajo el yugo de la
contracción mujeres sin nombre envueltas en capulanas
de colores (tela multiuso típica mozambicana).
Entre palanganas de metal y plástico
que alguna vez sirvieron a algún noble propósito, rodeada por un atrezzo de restos de papel, trozos de
tela y lámparas que no funcionan, una silla de partos arrinconada reclama la
atención, ¿No debería ocupar un lugar de privilegio en aquel santuario del
dolor? ¿porqué fue apartada a un lado? ¿Quién la destrono de su altar? ¿Acaso
reposa allí porque ya no se siente útil?
Y en ese momento se oye un grito, las
cabezas se vuelven y en una de las
camas, bajo la capulana corona la
cabeza de un niño que nace sobre el colchón como el resto de niños que nacerán
en los siguientes minutos. La mujer sólo espera que tomen a su hijo, que lo
acaben de arrancar como si fuera una muela cariada que produce dolor. Una
enfermera lo coge, lo envuelve en la capulana que la madre trajo, corta el cordón ligando con un
cordelito la parte que queda unida al niño. Entonces es llevado a una repisa
donde acompaña a otros que nacieron como él, expulsados del útero para caer en
un mundo que no les regalará nada. Cada uno con su mantita de colores, cada
uno con su carita negra y sus ojos redondos mirando las paredes llenas de manchas que
tiene delante, pensando quizá, qué está haciendo allí con los otros meninos y meninas sin su madre. No se
siente falto de calor, no se le ve triste, aún no nacieron los sentimientos de
la tristeza y el desarraigo, están por venir también los de la alegría radiante
que asoma a la cara de cualquier niño de cualquier parte del mundo cuando está
con otros niños.
Mientras, su madre alumbra la
placenta ayudada por la enfermera. ¿Qué privilegio se da a la placenta que nace
acompañada si el hijo nació sólo?
No hay tiempo mas que para un
respiro, tomar aliento, limpiarse la sangre con la capulana (sirve para todo) y levantarse de la cama. Otra mama está esperando para ocuparla.
Alguna no llega hasta la cama y tiene a su hijo sobre el suelo. Trágico
espectáculo, pero cierto.
Y mientras,
el mundo gira con el ritmo de cucumuxa, con la sordina de la pobreza, con el grito del miserable.
el mundo gira con el ritmo de cucumuxa, con la sordina de la pobreza, con el grito del miserable.
Mientras, en la habitación de al
lado, justo a poca distancia de avión venimos al mundo monitorizados,
ecografiados, hiperestudiados, tan perfectamente atendidos que no es posible
saber de donde nació la estupidez. Cómo aprendimos a caminar tapándonos los
ojos y la nariz para no ver ni oler lo podrido que vive al lado y permitir que
siga ocurriendo.
En todo
ese infierno que es Maputo (al menos el que les toca vivir a la mujeres pobres)
existen pequeños cachitos de cielo. Como si Dios hubiera pasado alguna vez por
aquí y cansado se hubiese sentado un momento antes de reemprender el camino,
allí mismo en el lugar en que asentó sus pulcrísimas posaderas dejó un lugar
sagrado. Pasamos ayer por la casa de las Irmanzihas
dos anciaos desamparados una congregación de monjas cuya orden es
originaria de Valencia. Una canaria nos recibió, la superiora brasileña no
acompañó a ver la casa y nos presentó a una asturiana y a una valenciana del
barrio de Mislata. Nos atendieron con tanto cariño como el que dispensaban a
los ancianos mientras les daban de cenar. Tienen un asilo de ancianos e
impedidos que han sido expulsados de mundo, seguramente como lo fueron al
nacer. Una casa magnífica con jardines en un barrio de autentica miseria, donde
los hombres y mujeres que hubieran muerto en la más anónima soledad, pasan sus
últimos años atendidos con auténtica humanidad. Nunca me emocionó tanto ver una
imagen de la Virgen de los Desamparados (la geperudeta) como cuando la vi en la fachada de aquella casa. Ni las banderas, ni los himnos, ni
los idiomas me hicieron nunca sentirme tan orgulloso de ser valenciano como
ayer.
Brindo
por ellas.
“Si
has venido aquí para hacer algo por nosotros, pierdes tu tiempo. Si has venido
porque tu transformación está involucrada con la nuestra, manos a la obra”
Lilla,
aborigen australiana a una misionera educadora
A fuerza de
soportar mucho, llegará lo que no pueda soportarse
Publilius Syrus
EL TIEMPO ENCONTRADO (pido disculpas por la pedantería)
martes, 9 de diciembre de 2014
El tiempo corre ajeno a nuestras cábalas, desprecia las
especulaciones, transita por nuestra vida como si apenas nos rozase. El tiempo
tiene una naturaleza salvaje, rebelde, tan pronto se acelera como detiene el
paso, al parecer a su antojo, sin necesitar dar explicaciones o quizá sin que
existan. Quiere alejarse de los hombres porque no los necesita para ser. Somos
nosotros quienes lo llamamos y lo hacemos imprescindible. Antes que el hombre
existiera ya habita el mundo y quizás otros mundos desconocidos, después de que
nos vayamos el tiempo seguirá marcando su huella sobre la Tierra. Como a Dios,
no es posible nombrarlo, sólo su concepto es real (Cronos no era más que un
mensajero).
Pero
¿Qué hace que lo percibamos de forma diferente nosotros y los africanos? Valga
la generalización a buen seguro incierta. Para los europeos el tiempo es un
ente externo a su propia naturaleza, una entelequia física, una ecuación
matemática expresable en cifras. Lo medimos, establecemos sus parámetros , sus
fracciones, damos valor a sus partes. Segundos que componen minutos, minutos
que se acumulan en horas que finalmente completan días, los días hacen semanas
y meses, pasan los años, los siglos, e incluso tenemos una medida para cuando
no podemos expresarlo en partes, la eternidad. Entendemos el tiempo como algo
ajeno a nosotros mismos que dirige la edad del mundo, esta ahí afuera, ocupando
su lugar como una realidad paralela. Pero al querer nombrarlo, cuando lo
parcelamos y señalamos fechas, cuando ligamos nuestra existencia a sus medidas
(que sólo existen en nuestra mente y cuya escala es ficticia) nos unimos
irremediablemente a él. No únicamente con una relación de coexistencia, no como
residentes en el mismo mundo. Nos convertimos en siervos de su paso. Nuestra
vida ya no dura la eternidad (aunque esa sería la medida precisa), dura años.
Nuestra historia personal se cuenta en fracciones, recordamos los años de la
infancia, la década de los 60 o de los 90, repudiamos la guerra del 45 y amamos
el estilo de los locos años 20 aunque no los hayamos conocido. Reducimos todo
nuestro patrimonio a un patrimonio temporal que va inexorablemente ligado a su
paso. Le damos valor de realidad física superior, lo convertimos en una
interpretación personal que trasciende la esencia misma de su existencia.
Los
africanos (ignoro si se puede aplicar a todos, no sé si los africanos como
concepto existe) ignoran al tiempo, dejan que more en su Olimpo sin invocarlo,
sin molestarlo. Cuando hablan de su propia historia piensan en las vidas de sus
ancestros, en sus historias personales, sus antepasados ocupan el lugar de
nuestras décadas gloriosas o repudiables. Son las personas que los precedieron
las que dan valor al paso del tiempo y no las fechas de los acontecimientos. Si
hubo un cataclismo, una hambruna, una sequía, hablan de ello por las
consecuencias que a sus antepasados o a ellos mismos les produjo. El tiempo
está presente pero bajo sus pieles o la de los que murieron, que de alguna
manera aún viven porque su tiempo se continúa con el de ellos.
Para explicar la diferencia de la
concepción del tiempo del europeo y el africano (aunque esa clasificación es
absurda porque no todos los europeos o todos los africanos cabrían en la misma)
debo encontrar una teoría sobre la naturaleza del tiempo. En mi teoría el
tiempo se dividiría en tiempo inmanente y tiempo percibido, dos estados de una
misma materia.
El tiempo es un gas espeso de olor
penetrante. De tanto olerlo, de aspirar continuamente su aroma deja de tenerlo.
Entra en nuestros pulmones y mora en nuestras entrañas sin sentirlo. Está allí
como un inquilino que no molesta y cuya presencia acaba siendo necesaria para
sentirnos vivos. Ese gas inerte resbala por cada bronquio y entra en la sangre
llevando en su química la vida misma, el ánima que mueve nuestros motores, pero
nosotros no lo sabemos, sólo percibimos que necesitamos respirar porque en el
aire está el alimento vital. Contamos cada respiración y de su ritmo se compone
el paso del tiempo. Cuando nos enamoramos, reímos, amamos, sentimos la alegría
en la piel, la respiración se acelera, el aire entra a borbotones y como si
fuéramos una llama en el fuego del mundo ardemos y nos elevamos, nos sentimos
vivos. Es en esos momentos es cuando el tiempo inmanente se convierte en tiempo
percibido, porque es tal la fuerza con que arremete, tanta la concentración de
sustancia en nuestra sangre que entonces su perfume se hace presente. Nos
deleita su fragancia penetrante como el olor del jazmín, percibimos la vida
como un regalo y dejamos anotado en el recuerdo su paso, su permanencia. Cuando
nos abate la tristeza, cuando acude a nosotros el desconsuelo y la suerte se
viste de negra casualidad detenemos por momentos la respiración y el aire queda
atrapado en los pulmones. El gas vital deja de fluir por nuestras venas y al
cabo de un tiempo se nubla la vista, muda el rostro por una máscara de dolor
que no es sino la ausencia de la sustancia vital que nos inundo antaño. Ahora
en la apnea caemos en el pozo oscuro de la abstinencia, tratamos de aspirar
pero nuestros músculos están paralizados y aunque entra oxígeno que nos
mantiene vivos, del aire desapareció aquella sustancia potente que otrora lo
componía. Su fragancia llega entonces
del recuerdo y en ese preciso momento notamos también su presencia, la
del tiempo aciago, anotado en nuestra
existencia como una marca labrada por el hierro candente.
Somos esclavos del tiempo porque
respiramos a cada momento con ansia, tratando de tomar la mayor cantidad de
droga y en esa obsesión enfermiza se nos olvida que respiramos. Sólo los
cambios de ritmo que el azar vestido de suerte nos depara forman parte de
nuestro tiempo de vida percibido, el resto trascurre en una monótona carrera
tras el tiempo.
En África los hombres respiran
insensibles al aire que inhalan. El potente perfume del gas del tiempo no lo
perciben porque en ese aire se entremezclan tantos olores que lo anulan. El
mundo en el que viven está saturado de fragancias, la del tiempo no es más que
una entre miles. La respiración del africano es tranquila, pausada como una
danza al son de los tambores, machacona, repetida. El aire entra y sale sin
quedarse en los pulmones, es un visitante habitual y pasajero que no rompe la
armonía de la vida en familia, se integra como si formara parte de ella. Se
sabe un huésped aceptado, pero tanto como lo son la desgracia y la dicha, la
enfermedad, el placer, el hambre, cada uno con su propio olor entrando y
saliendo sin llamar. De tanto en tanto,
el hombre africano interrumpe su respiración, siente una punzada extraña que no
sabe que se debe a que la droga dejó de circular por sus venas. Otras veces
aspira profundo dando una bocanada que aumenta su ánimo, pero siempre vuelve a
su respiración acompasada. Vive de espaldas al tiempo porque para él sólo la
naturaleza inmanente existe aunque oculta entre las miles de fragancias y los
centenares de miasmas que lo rodean. El tiempo percibido son sólo breves
fogonazos que se confunden con la
brillante luz de África.
El hombre africano no se levanta con
el sol, ni se acuesta con la oscuridad, no lleva en la muñeca la argolla que lo
sujeta al segundero, no piensa en mañana sino en ahora, ni siquiera en hoy. El
pasado no es más que los momentos que respiró profundo o paró por un instante,
pero no los sitúa en un tiempo, fueron cuando los sintió, sin necesidad de
colocarlos en un espacio temporal.
En esta tierra el aire es espeso como la sangre y está repleto de aromas. El
problema es que como el olor del tiempo se disuelven perdiendo su identidad en
el todo, haciéndose nada.
No sé si en la riqueza de su aire
perciben alguno de los olores o se pierden todos ellos como lágrimas en la
lluvia, en la lluvia de África.
La
vida de los muertos permanece en el recuerdo de los vivos.
Cicerón,
Philippiccae
OTRA VEZ EN AFRICA
lunes, 1 de diciembre de 2014
Otra vez el tiempo. Me obsesiona su
concepto, no sé bien porqué pero siempre que llego a África hablo de él. La
percepción del sutil paso del tiempo y de la vida.
Acabo de llegar a Maputo y la mente se me entretiene
con imágenes que seguro hubiera dejado pasar si no estuviera en esta tierra de
luz. Ayer salimos a las tres con el AVE que llegaba a las cinco a Madrid. El avión
tenía su salida a las ocho y media, pero lo habían adelantado una hora la
semana anterior, con lo que íbamos muy justos de tiempo. Teníamos que llegar a
Atocha, tomar el cercanías a la T4 del aeropuerto y desde allí la lanzadera o
el autobús hasta la T1 desde donde cogeríamos el avión. Si había que estar dos
horas antes por ser un vuelo internacional, sabíamos que estábamos claramente
fuera de horario. Carolina y yo notábamos además de las cosquillas en el
vientre propias del viaje a lo desconocido, una cierta angustia por el tiempo
que parecía correr en nuestra contra. Ya en el tren, cuando llegábamos a Madrid
bajamos las pesadas maletas del estante superior de los asientos y nos
colocamos en la puerta, como velocistas dispuestos a salir corriendo en el
momento que sonara el disparo, en nuestro caso cuando el tren se detuviera.
Estábamos en el tercer vagón y otros como nosotros bajaron del primero y el
segundo, subimos las escaleras mecánicas y caminamos rápidamente por el tramo
superior de la estación que lleva hasta la nave central, en el trayecto íbamos
dejando atrás a los viajeros que habían ido bajando de los primeros vagones,
caminábamos como corredores de marcha,
arrastrando las maletas como si fueran perros atados a la correa que no desean
salir a pasear, tirábamos con fuerza de ella a cada cambio de sentido para
sortear y adelantar a los que nos precedían. Cuando llegamos a la estación
éramos sin duda los primeros del AVE en que habíamos venido. Miramos los relojes
cinco y siete minutos. Durante el viaje Carolina había consultado los horarios
de los cercanías al aeropuerto en su móvil. A las 5.15 había uno, pero el
siguiente salía a las 5.45h, no podíamos perder el de las cinco y cuarto.
Apretamos el paso hasta las escaleras que bajan a la estación donde están las
taquillas y los accesos a los andenes de cercanías. Llevábamos los billetes de
tren que te permiten sacar billete hasta el aeropuerto, las máquinas
automáticas leyeron el código de barras de nuestros billetes y vomitó los
tickets que daban acceso a la zona de andenes. Estábamos en tiempo 5.10, no
habíamos mirado el número de vía, recorrimos la sala leyendo los paneles que
anuncian el destino sin encontrarlo, preguntamos, vía uno, corrimos de nuevo,
bajamos escaleras preguntamos otra vez, aquí era 5.12, había tiempo. Aún así el
tren tarda unos veinte minutos y hay que buscar la combinación para ir a la T1.
Nos decíamos a nosotros mismos, antes de las seis llegamos. Durante el viaje se
detuvo un rato por acumulación de trenes en Chamartín, lo que faltaba. Llamaron
de la Agencia de cooperación, si estábamos en el aeropuerto. Falta poco les
dijimos. 5.45 en Barajas.
-Perdone,
¿la forma más rápida de llegar a la T1?
-Tomad
el metro y vais hasta Barajas pueblo y desde allí lleva a la T1. Teníais que
haber cogido el metro desde Atocha y haber parado en Nuevos Ministerios.
Que
hace la gente que cuando te ve desesperado te da las soluciones que ya no están
en tu mano. Todo el mundo sabe lo que tenías que haber hecho cuando te
equivocas. Pregunté a un guardia de seguridad y me dijo que mejor el autobús
lanzadera. Seguimos las indicaciones del autobús, tomamos un ascensor, bajamos,
miramos, preguntamos (con cara de prisa).
-Allí
delante a la derecha bajareis por una rampa que lleva al exterior, el autobús
para allí mismo.
Entre
tanto me llamó mi cuñado para despedirse.
-Lo
siento Nino, estoy en el aeropuerto y vamos pillados de tiempo. (¿pillados le
dije? ¿Acaso el tiempo nos había arrollado como un tren? ¿nos tenía atrapados
con los hilos del segundero como si fuera una maléfica araña dispuesta a
atacarnos cuando estuviéramos ya inmóviles?)
-Vale,
buen viaje. Cuídate. (pensé pobre Nino encima que llama, pero lo olvidé al
instante, ahora lo recuerdo)
Bajando
vimos el autobús que conecta las terminales, estaba llegando. Subimos las
maletas que ya formaban parte de nuestros cuerpos, eran nuestros perros fieles.
Me acerqué al conductor (ella) se iba a comer un donut, supongo que
aprovechando la parada. Antes de que lo mordiera le dije intentando ser amable
ya que le cortaba el gusto de ponerlo en su boca.
-Que
aproveche. Perdona que te moleste, ¿tardará mucho en salir? ¿cuántas paradas
hay? ¿cuánto tarda en llegar a la T1?
La
verdad, no puso cara de fastidio. Quizá me comprendía, esa misma pregunta se la
habrían hecho miles de pasajeros acuciados por las prisas. Para ella sería como
un dejà vu, un bucle en el
espacio-tiempo que se repite a cada parada.
-Salimos
en dos minutos. Las paradas se anuncian por megafonía. Es la última y
tardaremos entre 12 y 15 minutos según el tráfico.
Le
agradecí su voz, era más dulce que las grabadas en cinta, aunque el mensaje
parecía ensayado, no se diferenciaba mucho de los pregrabados. Entonces mordió
el donut. Era como decirme ya te respondí lo que me preguntaste. 6.15 h. Cada
parada del autobús, cada anuncio por megafonía parecía hacer correr el
segundero. A las 6.35 llegamos a las puertas de embarque 232-234 donde había
que facturar. Había dos o tres personas facturando aún, las azafatas del
mostrador no nos dedicaron ninguna mirada que pareciera contener reproche
alguno. Parece que habíamos llegado. Costó diez minutos embarcar. Buscamos la
puerta B23 y con sorpresa vimos que allí no había nadie, nadie haciendo cola,
nadie en el mostrador, sólo gente sentada en los asientos de aquella gran sala,
la mayoría negros y el cartel del mostrador claramente anunciaba Roma-Addis
Abbeba. Teníamos hambre y ahora parecía que nos sobraba tiempo. Justo en frente
había una hamburguesería, miramos el reloj y dijimos vale, desde allí podíamos
ver el mostrador y si anunciaban el embarque acudir. Pedimos dos hamburguesas y
agua. Le pregunté al camarero: ¿Tardan mucho?, lo juro que lo pregunté. Ahora
me parece una pregunta absurda, en un lugar de comida rápida preguntar lo que
tarda. Nos dieron un avisador electrónico que pitaría cuando pudiéramos pasar a
recogerla, no nos movimos de la barra mirando como la hacían a la parrilla. Si
hubiera podido hubiera avivado el fuego para que fuera más deprisa. Comimos
aquel manjar, en serio, estaba buena, con cebolla, tomate, patatas paja y oímos
el anuncio de embarque.
En
la parada técnica que el avión hizo en Roma se incorporó Andrea, el pediatra
que acompañaría en las clases de pediatría a Carolina. Tenía asiento junto a nosotros,
¿El destino o la informática? Ya estábamos el equipo completo.
En
Maputo vino a recogernos Raquel. Habíamos “hablado” por mail. A ella el nombre
del Dr. Gironés le sugería algún tipo mayor y en el aeropuerto le preguntó a un
tipo gordo español que salió antes que nosotros que habíamos pasado un buen
rato con los trámites del visado. Sorpresa mutua, porque también yo me la había
imaginado como una gorda que no tenía otra cosa que hacer más que pedirme
programas de formación. Es una chica joven, resuelta, guapa. Lleva dos años y
medio aquí en Mozambique a cargo de algunos proyectos de Cooperación. Como
cualquier Quijote ya se ha estrellado con bastantes molinos, pero le queda la
sonrisa. Es la única arma que nunca puede perderse, nos reímos a costa de las
imágenes que la red fabrica de quien te escribe desde el otro lado. Fuimos a comer con ella. Una recepción magnífica.
¿Porqué
empecé hablando del tiempo?
Aquí
en Maputo también hay furgonetas de transporte colectivo donde caben los que
entran y sobra sitio si llega otro o dos más. Los veo en las paradas subir,
sentarse apretados y esperar a que salga. Nadie pregunta cuándo sale, es obvio,
cuando esté lleno. Nadie pregunta cuánto tarda. No hay indicadores de
frecuencia en la parada, horarios escritos en hojas, no se puede consultar en
la red, no se indica cuantas unidades de trasporte circulan ni a qué horas del
día. Llegan suben, esperan y salen. Así de simple. El tiempo pierde su poder,
no trascurre para ellos, pierde su valor y por tanto no les condiciona. No sé
como perciben el tiempo los africanos, pero si se que es diferente. Seguramente
hay dos clases de tiempo. Si tuviera que ponerme filosófico diría que está el
tiempo percibido y el tiempo inmanente.
Eso es otro capítulo.
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