ROSA

sábado, 30 de marzo de 2013



Emanaba de su cuerpo un perfume suave como el de su nombre. Una sutil fragancia apenas perceptible, como si el aroma fuera un recuerdo del que días atrás había aplicado en su cuello y en sus muñecas. Pero no se trataba del olor de una sofisticada mixtura de extractos florales que venden en esas tiendas exclusivas. Era la quintaesencia de la alquimia, el perfume perfecto que apenas si se percibe. Ese éter purísimo inmanente a su piel y vertido al aire con el movimiento de su anatomía que no deja lugar a la indiferencia, que arrastra tras de sí y domina la voluntad. No era posible resistir su presencia sin subyugar la voluntad a sus deseos. Desde su puesto de directora jefe de una empresa de diseño y publicidad nada escapaba a su control, ni los proyectos ni ninguno de nosotros. Desde que llegó fue moldeándonos a su antojo, creando un mundo propicio para su comodidad, para su disfrute.
Hablo de su perfume pero podría hablar del vértigo que producían sus movimientos, la elegancia de su atuendo, la perfecta combinación de los complementos. Nada quedaba al azar.
Muchos pagaron el tributo de su afecto y muchos perdieron la razón por su causa, al menos yo. Una verdadera femme fatale de película.
No había sido siempre así. Cuando apareció con su curriculum en la oficina, nadie pensó en el abultado book que presentaba, su falda era bastante más llamativa. Ni siquiera las chicas dejaron de mirar las piernas y su contoneo. Entonces parecía una buscona con clase. Quería y podía impresionar, ella lo sabía y lo utilizaba. Hasta ahí ningún reproche se le podía hacer. Muchas otras habían utilizado las armas de mujer en la guerra sin cuartel del trabajo, sobre todo en nuestro trabajo que vivíamos de la imagen.
Narciso, nuestro jefe de marketing entonces, también lo pensó. Pero valía la pena detenerse a paladear aquel movimiento rítmico, el ascenso y descenso de los accidentes de su orografía que no podían ser ignorados salvo que se tuviera la fatalidad de ser invidente. No lo disimuló y disfrutó de la visión de una diosa que había tomado forma humana y que hacía palidecer a Venus misma. Ella no rehuía las miradas, disfrutaba de ser observada, devorada en cada parpadeo.
El que hablara francés e inglés era desde luego un mérito nada desdeñable en aquel oficio, pero el que hablara con aquel timbre sugerente hacía pensar en horas de aprendizaje ante el espejo, o quizá era otro don natural. Creo que supo inmediatamente que tras aquella consabida frase de: “estudiaremos su oferta y la llamaremos” habría una llamada con seguridad. Dos licenciaturas, un máster, varios trabajos previos en empresas del sector y una carta de recomendación de una empresa francesa de cosmética, junto con fotografías de los productos en los que había trabajado eran por sí mismos argumentos consistentes para solicitar un puesto de trabajo en cualquier empresa. Pero tenía el presentimiento o casi la seguridad de que en la mente de aquel narciso engreído figuraba además de los méritos que aportaba, el deseo de disfrutar de aquel otro curriculum intangible que era su cuerpo. Lo sabía perfectamente por la mirada lasciva que recibía sin pudor y que devolvía con una invitación a hacer reales esas fantasías.
Por esa sonrisa de autosuficiencia ya merecía un castigo, por aquella arrogancia que da el poder, merecía un destino de humillación. Antes que ella muchas otras mujeres habían caído en las redes de aquel galán de medio pelo cuyos méritos figuraban en la abultada nómina y el temor a ser despedido. Antes de darse la vuelta para mostrar el reverso de su anatomía, dejó caer uno de los párpados en un gesto que no se sabía muy bien si era casual o premeditado. No pasó desapercibido el gesto para Narciso, él lo tomó como una insinuación, como un: “no sabes lo que te pierdes si no aceptas”.
Antes de una semana Rosa se sentó en la mesa junto a la mía y compartíamos puesto de trabajo. Su entrada esta vez fue algo más discreta. Pantalones de ejecutivo y camisa blanca bien abotonada, pocos complementos y un maquillaje natural que permitían exponer sólo una parte de su potencial.
-¿Cómo te llamas?- Me preguntó con una voz seductora, pero no fingida.
-Juan. - acerté a contestar, sin reparar en que no dejaba de mirarla como hechizado.
No le debió de parecer extraordinario que quedara perturbado en este nuestro primer contacto y tengo que decir que no fue fácil al principio establecer una relación, digamos normalizada entre nosotros. Pero fui tomando confianza en mi mismo y empece a comportarme como correspondería a un compañero de trabajo. Ella necesitaba que le explicase el funcionamiento de la empresa, el modus operandi, los entresijos de aquella compleja maquinaria compuesta por relaciones entre jefes y subordinados, productos y mercados. Me presté con devoción a servir a este ángel que había tenido a bien el permitir que la acompañase en su transito terrenal. Me sentía orgulloso de mí mismo, ante mí y ante los demás, al estar acompañado por aquella vestal que acaparaba todas las miradas, toda la atención. Yo sería su maestro, su escudero o su esclavo si ella lo quería con tal de no perder su compañía. Fuimos alguna tarde a tomar una cerveza tras acabar de trabajar, caminamos juntos por la ciudad y sentía como el tráfico se detenía a su paso para admirarla, como las miradas se posaban en mí con el interrogante en sus bocas : “¿Quien es ese pardillo, que acompaña a aquel monumento?” .
Rosa no era una compañera paciente, quería aprenderlo todo, devoraba la información. Quería conocer el mercado que manejábamos, los productos que estaban en cartera, nuestros proyectos, quién distribuía el trabajo y quién valoraba las propuestas. Era un torbellino, un vendaval de aire que me obligaba a moverme, a plantearme preguntas que nunca me había hecho. Pronto comenzamos a trabajar juntos en algunos proyectos y a presentar ideas. Alternaba el trabajo de día en la oficina, con alguna tarde de copas con los compañeros dónde continuaba su misión de aprenderlo todo de nosotros. Las noches también eran de trabajo, pero de momento a tiempo parcial. El jefe era el beneficiario de su probada dedicación al trabajo y por las atenciones que le prestaba, se diría que no estaba descontento con su tesón laboral. Si Narciso había sido un tipo odiado por todos los componentes de la oficina, ahora lo era un poco más si cabía. En lo que a mí respecta era un engendro abominable que se aprovechaba de su posición de poder. Yo le dedicaba a Rosa parte de mi tiempo, obtenía a cambio sólo el regalo de su compañía y algunas confesiones sobre su relación con la jefatura que para nada quería escuchar. En cambio él disfrutaba de aquello que para mí estaba vedado. Rosa me contó que había iniciado una ofensiva también en la dirección general de la empresa y se había presentado al director general. La palabra presentación en boca de Rosa era difícil de definir y no deseaba indagar en los pormenores de la presentación. Esa relación de confraternidad conmigo dónde no cabía ninguna posibilidad de otras alternativas me sacaba de quicio. Yo no deseaba ser sólo el confidente, deseaba ser su amante o al menos su amigo.
Estábamos trabajando en el lanzamiento de un producto rejuvenecedor facial, en forma de gel y ella ya me había presentado algunas ideas, varios diseños con la palabra Magic haciendo alusión a los mágicos resultados y Ángel por su formato como gel asociado a una imagen de belleza inmaculada. Aunque alguna de las cuidadas presentaciones con su Mac las había hecho en la reunión semanal donde se exponían todos los proyectos de diseño, me confesó que el grueso de la presentación, la definitiva la había presentado en un pase privado a Narciso. Él no se había cansado de admirar la presentación y a la presentadora en aquella velada.
Rosa había organizado una presentación del gel con una puesta en escena fantástica. Un cielo azul sobre el que nubes blancas, cirros como plumas dejaban aparecer un rayo de luz a través del cual descendía un regalo divino ANGEL, el nuevo cosmético en forma de gel que iba a revolucionar la belleza, capaz de trasmitir vida a las pieles apagadas. Todo ello se materializaba en la aparición de una figura imponente envuelta en velos con alas blancas y el rostro de nuestra Rosa convertida en ángel. Una figura que no podía sino captar la idea del espectador asociándola a el nombre del producto. Era una idea sin fisuras. Era la estrategia de una meiga, de una bruja que vertía en los oídos del jefe un bebedizo con el que quedaría hechizado. No sólo vendía el producto, sino que se vendía ella misma, pasando de diseñadora a modelo de marca.
Cuando en la reunión siguiente presentó Narciso el proyecto como una idea propia, había modificado la cara de Rosa por una de las modelos que trabajaban para la agencia. Todos supimos que había robado la idea a nuestra compañera, incluso yo me atreví a decir que el nombre se había presentado antes por nuestra compañera. No era la primera vez que sucedía. Nuestro jefe había compensado en numerosas ocasiones su falta de ingenio con su facilidad por apropiarse del de los demás, sin el más tibio sentimiento de culpa, sin sonrojo. Todos mirábamos a Rosa, pensábamos que después de sus sacrificios acababa como muchas bajo las ruedas del ego del jefe. Creímos que estallaría en cólera y que denunciaría esta canalla apropiación de su idea, pero lejos de inmutarse apoyó el proyecto como un proyecto en el que las ideas de todos habían tomado forma. Narciso se apuntaba el tanto y no sólo había conseguido “beneficiarse” a Rosa, sino beneficiarse de lo más importante, de su idea que le proporcionaba un nuevo peldaño en la escalera interminable del poder. Colocaba a la vez a aquella mocosa en el sitio que le correspondía, bajo su égida, debajo de él, tanto aquí como en la cama. Justificaba su actitud como necesaria porque Rosa había pretendido siendo una recién llegada saltar al estrellato de la fama, necesitaba imponer su autoridad ante la osadía de aquella mujer. Estaba bien que fuera atenta, que le tuviera contento, pero de ahí a dejarse pisar. No había tenido más remedio que actuar y se había hecho justicia, su justicia.
Cuando le llamaron la semana siguiente desde la dirección general ya sabía que le iban a felicitar, que iban a aplaudir aquel talento que le mantenía en su trono. No entendió como al entrar se encontraba el director general con Rosa y le recibían con una cordial sonrisa que nada bueno hacía presagiar. ¿Qué se traería entre manos aquella mujer? ¿No había sido suficiente el correctivo de la semana anterior?
No consiguió entender como el director general le espetaba nada más sentarse que iban a prescindir de sus servicios y que la empresa pensaba demandarlo por apropiación de propiedad intelectual. Además de informarle que ella iba a ocupar su puesto. Había demostrado su valía y tenía dotes suficientes para el puesto. Aquello era demasiado para la capacidad de narciso. No salía de su estupor cuando le mostraron el blog de Rosa con fecha de quince días antes de que él exhibiera la idea y el testimonio de varios de los colaboradores que afirmaban que la idea de aquella promoción no era suya. Lo sé porque entre esos testimonios figuraba el mio, que era además un encendido alegato en contra de la práctica habitual de Narciso hacia nuestras ideas.
Esta vez había rebasado la delgada línea que atravesamos sin darnos cuenta cuando convertimos lo falso en verdad para nuestro interés, cuando perdemos las referencias de lo justo si va más allá de nosotros mismos. Ocurre en muchos ámbitos, el corrupto inicia sus corruptelas y les da valor de dádiva merecida, va trasgrediendo la ley y justificando dispendios cada vez mayores hasta que llega al escándalo. El malvado se inicia simplemente como antipático, pero su aislamiento lo va trasformando en un individuo antisocial, encontrando finalmente satisfacción en el dolor ajeno, hasta que provoca una muerte y se le descubre. El mentiroso es al principio olvidadizo, no recuerda aquellas falsedades descubiertas, pero va adquiriendo la habilidad para crear la mentira, para urdir la trampa de la falsedad hasta que es desenmascarado. Pero a veces existe aquello que podemos llamar “justicia divina” o simplemente que cada pecado lleva aparejada su penitencia. La vida nos devuelve lo que sembramos, es paciente, no tiene un plan prefijado, pero como el bien, la maldad no puede ser infinita. Siempre existe una horma para cada zapato. Siempre hay alguien más listo, más malvado o más afortunado que permite que nos pongamos en el lugar de enfrente.
Lo difícil es ponerse frente al mundo. Lo complicado es sobreponerse a la adversidad. Lo valiente es afrontar el “castigo” y vencerlo. Narciso no podía hacerlo porque le cegaba tanto su propia luz que no vio como venía de frente la arrolladora figura de Rosa. Su arrogancia era tal que no imaginaba que nadie pudiera disputarle su sillón. Cayó desde el precipicio, fue defenestrado sin saber siquiera que su silla se movía. No supo nunca qué había pasado.
Nunca averigüé si Rosa había planeado todo aquello, quizá cayó en la trampa de pensar que su jefe la apoyaría a cambio de su irresistible presencia y le había contado su proyecto. No dejo de pensar si es posible que Rosa podía haber previsto que Narciso se apropiaría de la idea y ya había movido los hilos del director general. No lo sé. Ella era imprevisible y como después pude comprobar era capaz de todo. El director general también lo supo antes de perder el sillón, que había sacrificado por los favores de aquella dama perversa y a la vez divina. Nunca supimos como llegó al puesto de director, pero allí estaba ella repartiendo su aroma para todos nosotros.
Ahora la veo a diario, en la oficina y en las imágenes de aquel rejuvenecedor facial que hay repartidas por toda la ciudad. Su cara de ángel, aquel óvalo de piel oscura , flanqueado por las almendras de los ojos extrañamente azules, glaucos como el fondo de un estanque en el que los hombres perdían todas las miradas. Su pelo moreno oscuro, enmarcando el rostro presido por la boca de la que salían susurros y cálidas palabras de amor.
Cuando la miro tengo cada vez más la certeza de que mi destino es tomarla con fuerza por el tallo a sabiendas de que se clavarán las espinas en mi mano. Pero de momento me conformo con admirarla de lejos. Por eso me llaman sólo Juan, Juan Sólo.